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De no haber sido por aquel capricho adolescente de su marido, quizás Anita nunca hubiera activado su capacidad de emprendedora y la cadena de estética The Body Shop seguramente jamás hubiera existido.
La familia conformada por Anita, Gordon Roddick y sus dos hijos, vivía bien pero no le sobraba nada. Un día, el excéntrico Gordon reunió a todos y les comunicó (sin lugar para los reproches) que había tomado la decisión de cumplir su viejo sueño de unir Buenos Aires con Nueva York a caballo. Como nadie podía alterar una medida que ya había sido tomada unilateralmente, Anita se preocupó por el porvenir de ella y de sus hijos en la ausencia de su esposo.
Fue así como sin saber demasiado bien lo que estaba haciendo, decidió abrir un localcito de cosméticos, para poder sobrevivir. “Me volqué a ese ramo más por bronca que otra cosa. Estaba harta de los cosméticos carísimos en envases de lujo, con fotos de chicas de 16 años en los productos antiarrugas para mujeres de 50″, cuenta entre sonrisas.
La primera gran frustración fue producto de la discriminación, que Anita vivió en carne propia. Sucedió que un banco le rechazó el crédito que necesitaba, y días más tarde se lo aceptó a su marido, que llevó exactamente los mismos papeles que ella. En 1976, más que ahora, no era lo mismo ser hombre que mujer.
Un poco por falta de recursos y otro poco por convicción filosófica, Anita decidió vender sus productos en envases discretos, con etiquetas escritas a mano, sin publicidad y a precios muy accesibles, algo que luego llevaría como rasgo característico de sus tiendas.
El crecimiento de las tiendas The Body Shop fue espeluznante. Antes del primer año, Anita ya había abierto su segunda tienda y 5 años después, se abrían un promedio de dos tiendas por mes en distintas ciudades de Europa. En 1984 las acciones de la compañía llegaron a la bolsa de Londres y los Roddick se hicieron multimillonarios. A todo esto, Gordon ya había regresado de su aventura, tras la muerte de su caballo en Bolivia.
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